Entre las dos y tres de la mañana los vecinos el municipio de Nezahualcóyolt, el de mayor número de contagios y muertes por Covid-19 en el Estado de México, se levantan a “cazar” agua. Encienden las bombas que les ayudan a extraer el líquido desde la red hidráulica de la calle hasta sus cisternas, pero son cada vez más raras las veces que logran obtenerlo. “Significa más consumo de energía y nuestros recibos llegan cada vez más caros”, comentan vecinos.

En la esquina de la calle Porfirio Díaz y Oaxaca hay una “cisterna pública”. Allí todos los vecinos de esa colonia se surten de agua. Llenan botes o tinacos que luego son trasladados en camionetas, mototaxis y triciclos hasta los patios de las casas. Eso lo hacen desde hace un año, en que concluyeron las obras hidraúlicas por un monto de casi 25 millones de pesos, a cargo del municipio. Les habían prometido el suministro del líquido. Todo quedó en promesas, reclamos y burocracia.

“No entiendo cómo en esa esquina sí hay agua y en las casas no”, dice confundida Maribel Callejas, quien desde hace ocho años atiende una de las 12 purificadoras que existen en la colonia. En una semana vende entre cinco y siete mil litros de agua. Unos 400 garrafones de 20 litros. Es un negocio rentable entre la escasez.

“El llenado del garrafón cuesta ocho pesos, pero si se los llevo sube a 10”. Reparte garrafones en una motoneta con un triciclo adaptado al chasis.

Con la pandemia las ventas se incrementaron. “Al quedarse en casa el consumo de agua aumenta. A mí me la traen desde Texcoco en pipas particulares”, asegura Maribel. Recuerda que cuando se realizaron las obras montó un plástico en la entrada de su negocio para que la tierra que se esparcía con el viento no contaminara el líquido. Les ofrecía agua de vez en cuando a los trabajadores y ellos le hacían plática.

“Todas las tomas vienen en línea recta con un ángulo de inclinación, entonces lo que ofrecían los ingenieros de la obra a cambio de una cantidad de dinero”, dice convencida Maribel y con sus manos simula la conexión de las tuberías, “era inclinar un poco más la toma para que el agua se concentrará en esa casa, se hace como una cunita y así tenías más agua”.

En realidad lo que paga la gente es el traslado del líquido.

“Es un negociazo”, se queja con sarcasmo Ana María por la manera en que el desabasto se convirtió en un lucro para otros, y asegura que el agua de esa cisterna por lo regular está sucia. La tapa de metal que protege el oasis se abre y cierra constantemente, a su alrededor los perros orinan o defecan, los carros pasan levantando polvo, hay basura en el fondo y se introducen decenas de cubetas de todos los vecinos.

“No está del todo limpia, inclusive me ha tocado que el agua que traen las pipas de ODAPAS trae hasta larvas”, asegura.

La lluvia aparece y ella intenta tapar con un plástico el agujero que abrió en su patio para construir una cisterna.

Florentino ha vivido toda su vida en la Juárez Pantitlán, está pensionado y tiene 67 años. Es población en riesgo ante el Covid-19. Está sentado en la sala de su casa, con una decena de hojas en las manos, lee con pausas los oficios que ha mandado a ODAPAS a lo largo de un año para intentar solucionar la escasez.

Alguna vez ante las peticiones, el personal de ODAPAS se presentó en la casa de Florentino. Llegaron, levantaron la tapa de la cisterna, hicieron apuntes, “efectivamente no tiene agua”, corroboraron, y eso fue todo. No regresaron a la colonia. Es la crónica de la sequía, burocacia, corrupción y recomendaciones de “lávate las manos” del municipio que los dejó sin agua en plena pandemia.

Via: Contrareplica.